Ida, de Paweł Pawlikowski

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Todos nosotros, consumidores audiovisuales, estamos expuestos a una obscena cantidad de imágenes que en pos de ser reconocidas como tales, estallan en múltiples direcciones. De una vocación pirotécnica, con ralentís a no sé cuántos cuadros por segundo, lentes irrisoriamente angulares o un montaje entrecortado y disléxico, pretenden destacarse a fuerza de espectacularidad. En tiempos del mundial, donde donde todos los avances técnicos deben ser mostrados como un triunfo, Ida, la película de Paweł Pawlikowski, se posiciona felizmente contraria a esa tendencia.

Como una suerte de purificación para la vista del espectador, remite a ciertos aspectos del cine mudo. En primer lugar, ese glorioso blanco y negro es una delicia para los sentidos aunque esté filmada y proyectada en digital: no quiero imaginarme lo que sería en fílmico. La relación de aspecto 4:3 también es un gesto no sólo a la historia del cine, sino al espectador menos consciente de ella: esto, aún sin saber nada de historia, es otra cosa con respecto al 3D o a las pantallas super anchas de los plasmas.

Profundizando más su búsqueda, pareciera ser que en Ida las palabras están de más. No hay muchos diálogos y cuando los hay, se los sacan encima rápido. Si bien esto es una road-movie, los descubrimientos se dan a conocer mediante pequeños gestos faciales que a su vez encierran mucho más sentidos contrapuestos, que a su vez generan intriga, y que por eso son más cinematográficos, y todo eso es algo, objetivamente, bueno.

Las palabras molestan a tal punto en la búsqueda de la “pureza” cinematográfica que en varios momentos de la película los subtítulos tapan la cara de los personajes gracias a los encuadres preciosistas de Pawlikowski. Ida, la monjita, no se anima a ocupar el centro de la pantalla y se queda en los márgenes, sumisa ante ciertos paisajes. Es que, para ella, todo ese espacio no está vacío: no voy a decir que ahí está Dios porque es una obviedad y porque eso mismo hizo Dreyer hace 90 años, pero seguro que hay algo en el aire que se vuelve bastante denso y que no le permite asumir el protagonismo a la, justamente, protagonista.

La que lleva las riendas del viaje y por lo tanto de la narración es la tía, una jueza hermosa que se la pasa borracha porque, total, “cuando llegue estaré sobria”. Mientras que Ida acumula tensiones en su imperturbable rostro. Ella tiene, diría Deleuze, un rostro reflejante: “El rostro […] recoge o expresa al aire libre toda clase de pequeños movimientos locales que el resto del cuerpo mantiene por lo general enterrados”. El cine entonces, bah, esta película al menos, no seamos tan grandilocuentes, es ir en búsqueda de esas sutilezas que esconden (con mayúsculas o sin mayúsculas) la historia.

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